Hay una escena en la
segunda adaptación cinematográfica de la historia de Walter Mitty en la cual el
personaje interpretado por Sean Penn, Sean O´ Connell, un fotoperiodista evasivo
que ha viajado a los Himalayas con el
objetivo de fotografiar al también evasivo gato de las nieves, se detiene justo
antes de accionar su cámara para contemplar al animal al que está a
punto de capturar en imágenes. Entonces, mientras observa al gato confundirse
entre la nieve y las rocas de aquella región remota del mundo, antes de decidir
que no tomará la foto para no poner barreras entre él y el momento que vive, O´Connell
murmura lo siguiente: las cosas hermosas no piden atención. Después, el gato se
esfuma sin ser capturado y O´Connell y Mitty bajan a jugar futbol con un grupo
de chicos locales.
Esta
escena, sencilla, efectiva y de diálogos mínimos (y prueba de su efectividad es
que es prácticamente lo único que recuerdo de la película varios años después de
haberla visto) siempre me hace pensar en la literatura, en particular, y en el arte en general. Más allá de esnobismos, de
distinción de literaturas menores y mayores, siempre me ha interesado la literatura que cuenta historias de
personas, con la complejidad y la simpleza que ello implica. Nunca me sentí
atraído por las sagas épicas, los sucesos extraordinarios, las batallas por la
humanidad, el bien, el amor y la justicia. En cambio, desde muy chico, prefería
las historias de oficinistas que buscan la salvación sin encontrarla, de
maestras de música que se ilusionan para desilusionarse, historias de
borrachos y de toxicómanos, sí, pero también de padres de familia que discuten
escaleras arriba para que los niños no escuchen, historias de niños tristes que
toman clases de piano. El gran acierto de algunos libros que cuentan historias
que rebasan al individuo, es, precisamente, contarlas a través del individuo.
En la novela Vida y destino, Vasili Grossman nos cuenta la historia de Rusia
durante la Segunda guerra mundial (la gran guerra patria) a través de las pequeñas
historias de científicos que tienen romances con las esposas de sus colegas, de obreros atrapados en fábricas consideradas esenciales para el
esfuerzo bélico, burócratas fanáticos traicionados por el Partido Comunista,
chicas de escuela que marchan a la guerra, etc… El torbellino, la marea fuerte
que es la historia, se observa de manera más efectiva cuando se cuenta desde
las gotas; precisamente porque es sencillo olvidar que los grandes eventos
llevan dentro incontables sucesos pequeños (aparentemente, y solo
aparentemente, sin importancia).
En Sumisión, Michelle Houllebecq nos dice que el verdadero
talento de un escritor consiste en crear un mundo en concordancia consigo mismo.
En otras palabras: ofrecer, desde el punto de vista subjetivo, una visión del
mundo que compartimos, lo suficientemente amplia como para ser reconocida por
otros y lo suficientemente original para iluminarlo como algo nuevo, algo
hermoso. El arte, a fin de cuentas, busca revelar lo cotidiano como algo nuevo
y mejor; volver la mirada a lo visto mil veces y observarlo por primera vez. Y
las historias cotidianas, como gatos fantasmas en la nieve, no necesitan que se
les preste atención, pero lo hacemos, porque son bellas y lo bello existe, sea
o no visto.
Al
final de la película, el propio O´Connell compara la fotografía del gato de las
nieves con un retrato hecho a Walter Mitty, un oficinista común, con una vida
común y una historia que bien podría haber quedado olvidada entre las manchas
de las grandes historias, entre la nieve y las piedras del tiempo.
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