Todos los días despierto para ir a la universidad y me
siento pesado. Todos los días son iguales; las mismas horas, los mismos ausentes,
el mismo mirar el reloj y comer el mismo desayuno. Ni siquiera el clima cambia.
Vivo en uno de los lugares más áridos del hemisferio norte. Aquí no hay
estaciones, tan solo inviernos breves, veranos de distinta intensidad. Pero,
aunque a menudo digo lo contrario, me gusta. Me gustan, sobre todo, estas
tardes de luz naranja triste. Y pienso que si la gente aquí es tan cruel es
porque el sol los quemó por dentro; fulminados, caminan en esta ciudad de
pesadilla, aplastados por el polvo, por el sol. El tiempo marcha rápido. Yo
fumo y, cigarro tras cigarro, mi boca desespera, le dan ganas de irse, de
escapar, abandonar mi rosto, mi ciudad, mi sol. Entonces ya es de noche, pero
yo no duermo: espero a la mañana, y volver a empezar. Debe haber algo más que
estás espirales, pienso. Camino, duermo y despierto mal que bien, pero cada día
me asfixia una mano que sale del aire, de la luz, del polvo y me deja esta
nausea de existir aparte, de saber que en algún lado debería estar y no estoy.
Quizás alguien me extraña en aquel lugar, quizás también sienta que yo debería
estar y no estoy. Anochece, la luz naranja triste colorea las ventanas de mi
cuarto. Enciendo un Lucky Strike. La noche será cálida, será gris.
Febrero del 2015.